¿A qué sabemos?

¿A QUÉ SABEMOS?

«Hice mi primer gazpacho en una aldea en Voronhez, Rusia, para acompañar cuatro tortillas de papas (con cebolla) con las que no sólo ponía sobre la mesa el almuerzo a un grupo de señores rusos, un italiano y un esloveno; era una exhibición, un muestra de lo que soy y de dónde vengo. Les estaba sirviendo España como yo había decidido exponerla, en un ejercicio de simplificación un tanto absurdo con el que presumes de a esto sabe mi país«.

(Elena Álvarez)

 

La gastronomía es uno de los elementos principales que conforman la cultura, entendida como las diversas formas de vivir, pensar y sentir de las personas y los grupos humanos. El comer traspasa la necesidad fisiológica, convirtiéndose en uno de los ejes centrales de las relaciones humanas dentro de misma cultura y en su relación con otras. La importancia simbólica de la comida reside en el papel que adquiere en la construcción de nuestra identidad grupal y personal. Los productos, las preparaciones y las presentaciones con las que elegimos identificarnos como parte de un país, comunidad, pueblo o familia, conforman la definición de lo que somos, que resulta de nuestra capacidad de descubrirnos en los demás, bien porque nos identifiquemos con su vivir, pensar y sentir, o porque nos reconozcamos en lo que nos hace diferentes.
Más allá, la comida intensifica la relación que establecemos con nuestra propia pertenencia y con lo que consideramos nuestra tradición, sobre todo cuando nos encontramos en contextos en los que estamos compartiendo con personas para las que esto es desconocido, de manera que acabamos por alimentar al otro con una parte nuestra que se hace más nuestra que nunca.

En aquella mesa, el gazpacho abanderaba a España entera como el borscht lo hacía con Rusia, en una especie de expo bastante común en contextos en los que personas de distintas procedencias comen juntas. Así, en todas y cada una de las experiencias en las que he residido con personas de otras procedencias, en cortas o largas estancias, como estudiante de intercambio, voluntaria, amiga de visita o compañera de piso, en algunos momentos se ha compartido lo típico de cada tierra en un homenaje a los orígenes.

 

Es interesante, además, cómo este proceso adquiere distinto niveles de manifestación dependiendo de la distancia que se establezca con nuestro patrimonio gastronómico. Zamir, un amigo de Afganistán que trabaja como ayudante de cocina en un restaurante en Burdeos, bromea con cuánto le costó entender cómo comemos los europeos. Para él, yo cocino Europa. En Serbia cocinaba España y en Tarragona presumo del buen chorizo extremeño, de la misma forma que soy fontanesa para alguien de Almendralejo, extremeña en Madrid y española en Bélgica.

El apego por lo que nos define sobre la mesa, que elegimos como representación de nuestro ser según de dónde venimos, refuerza los vínculos con el territorio y las tradiciones, en los que la comida juega un papel fundamental en los procesos de sostenibilidad cultural y de preservación de lo local.

En cualquiera del los niveles en los que nos detengamos, sea nacional, comunitario, local o familiar, la forma en la que nos identificamos con nuestro patrimonio gastronómico contribuye a su preservación de forma más efectiva que cualquier campaña de explotación turística. 

La comida ilustra ese estrechamiento con las raíces cuando nos alejamos del lugar donde se establecieron. Cuando vivía en mi pueblo, eran contadas las ocasiones en las que comía embutido, siempre presente en cada almuerzo. Sin embargo, a veces viajo con un par de sobres de jamón o un salchichón, que no llevaría en la maleta si fuera a comerlo sola, a sabiendas de que el propósito es que la mesa se conviertan en un viaje a una parte de nosotros que queremos compartir con quienes se sientan a nuestro lado.

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